Aparecidas inicialmente en 1859, Las flores del mal (Les fleurs du mal) recogen la práctica totalidad de la poesía en verso que escribiera Charles Baudelaire (1821-1867), poeta que revolucionó las bases y los resultados de la poesía francesa moderna y —a su través— los de toda la poesía europea. Su amigo y maestro Théophile Gautier (romántico precursor del simbolismo) escribió un artículo sobre Las flores del mal —al poco de su aparición— donde hablaba de un fisson nouveau (un temblor nuevo) en la poesía francesa.
Era cierto. Esa primera edición tuvo problemas con la censura, que mandó retirar —por obscenos— algunos poemas, de contenido o alabanza lésbicos, que en las ediciones posteriores aparecerían bajo el rótulo de Pièces condamnées, o sea poemas condenados. En una primera intención, Baudelaire pensó titular su libro Las lesbianas. Partiendo de una cosmovisión romántica, en la que el artista es el desclasado por antonomasia de la sociedad burguesa (que predica el Bien, su Bien, como basamento del orden del mundo) Baudelaire, desalentado por esa sociedad filistea y obtusa, prefiere el camino del Mal, que no sería a la postre, sino una manera distinta del Bien.
Nace así el malditismo, la búsqueda de la autodestrucción, la inmolación sacral del artista como víctima. Su afición, queridamente amoral, al ajenjo, a la lujuria, a un desorden sensual en que terminará viendo, además, un modo de inspiración. A todo ese malditismo —tema de la nueva poesía— hay que añadir una escrupulosa y magnífica perfección formal, un ritmo que ensaya novedades y una manera de adjetivar, ruptural y rotunda, esteticista y simbolista, que potencia y embellece la novedad y el talento de ese nuevo temblor, que hace de Baudelaire, no solamente un poeta de primerísima fila, sino el padre directo o indirecto de toda la moderna poesía occidental. De él nacen Rimbaud y Verlaine, pero también Mallarmé, Apollinaire y hasta T. S. Eliot. Sin Baudelaire la poesía actual no sería la que conocemos.
Durante toda su vida Baudelaire siguió aumentando Les fleurs du mal cuya tercera y definitiva edición apareció en diciembre de 1868 —algo más de un año tras la muerte de su autor— con prefacio de Gautier, al que iba dedicada. Poemas como Lesbos, Los gatos, La cabellera o Don Juan en los Infiernos —entre tantísimos— cantan la arrogancia dandi del maldito, su hipersensibilidad, su distiguido amor por lo raro, su espiritual sed de lujuria, su ansia de derrocar tabúes para llegar, al fin y casi imposiblemente —el buen burgués no perdona— a un mundo perfecto, sensual y lujoso, sin clero y sin policía.
El juego de las sinestesias, los perfumes que hablan y los colores que sienten forman parte del inmenso legado que se debe a este libro capital cuyo sagrado malditismo llenó la literatura de entresiglos, y es el mismo mal que respira en el título, a veces poco entendido, de Manuel Machado, El mal poema. El mal sacro de los hijos y nietos de Baudelaire, a quien no puede desdeñar poeta ninguno. Hablamos de un genio.
Era cierto. Esa primera edición tuvo problemas con la censura, que mandó retirar —por obscenos— algunos poemas, de contenido o alabanza lésbicos, que en las ediciones posteriores aparecerían bajo el rótulo de Pièces condamnées, o sea poemas condenados. En una primera intención, Baudelaire pensó titular su libro Las lesbianas. Partiendo de una cosmovisión romántica, en la que el artista es el desclasado por antonomasia de la sociedad burguesa (que predica el Bien, su Bien, como basamento del orden del mundo) Baudelaire, desalentado por esa sociedad filistea y obtusa, prefiere el camino del Mal, que no sería a la postre, sino una manera distinta del Bien.
Nace así el malditismo, la búsqueda de la autodestrucción, la inmolación sacral del artista como víctima. Su afición, queridamente amoral, al ajenjo, a la lujuria, a un desorden sensual en que terminará viendo, además, un modo de inspiración. A todo ese malditismo —tema de la nueva poesía— hay que añadir una escrupulosa y magnífica perfección formal, un ritmo que ensaya novedades y una manera de adjetivar, ruptural y rotunda, esteticista y simbolista, que potencia y embellece la novedad y el talento de ese nuevo temblor, que hace de Baudelaire, no solamente un poeta de primerísima fila, sino el padre directo o indirecto de toda la moderna poesía occidental. De él nacen Rimbaud y Verlaine, pero también Mallarmé, Apollinaire y hasta T. S. Eliot. Sin Baudelaire la poesía actual no sería la que conocemos.
Durante toda su vida Baudelaire siguió aumentando Les fleurs du mal cuya tercera y definitiva edición apareció en diciembre de 1868 —algo más de un año tras la muerte de su autor— con prefacio de Gautier, al que iba dedicada. Poemas como Lesbos, Los gatos, La cabellera o Don Juan en los Infiernos —entre tantísimos— cantan la arrogancia dandi del maldito, su hipersensibilidad, su distiguido amor por lo raro, su espiritual sed de lujuria, su ansia de derrocar tabúes para llegar, al fin y casi imposiblemente —el buen burgués no perdona— a un mundo perfecto, sensual y lujoso, sin clero y sin policía.
El juego de las sinestesias, los perfumes que hablan y los colores que sienten forman parte del inmenso legado que se debe a este libro capital cuyo sagrado malditismo llenó la literatura de entresiglos, y es el mismo mal que respira en el título, a veces poco entendido, de Manuel Machado, El mal poema. El mal sacro de los hijos y nietos de Baudelaire, a quien no puede desdeñar poeta ninguno. Hablamos de un genio.
LUIS ANTONIO DE VILLENA
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