En aquella época, leer no era la absurda proeza que es hoy. Considerada como una pérdida de tiempo, con fama de perjudicial para el trabajo escolar, la lectura de novelas nos estaba prohibida durante las horas de estudio. De ahí mi vocación de lector clandestino: novelas forradas como libros de clase, ocultas en todas partes donde era posible, lecturas nocturnas con una linterna, dispensas de gimnasia, todo servía para quedarme a solas con un libro. Fue el internado lo que despertó en mí esta afición. Necesitaba un mundo propio, y fue el de los libros. En mi familia, yo había visto, sobre todo, leer a los demás: mi padre fumando su pipa en el sillón, bajo el cono de luz de una lámpara, pasando distraídamente el anular por la impecable raya de sus cabellos y con un libro abierto sobre las piernas cruzadas; Bernard, en nuestra habitación, recostado, con las rodillas dobladas y la mano derecha sosteniendo la cabeza... Había bienestar en aquellas actitudes. En el fondo, fue la fisiología del lector lo que me impulsó a leer. Tal vez al comienzo solo leí para reproducir aquellas posturas y explorar otras. Leyendo, me instalé físicamente en una felicidad que aún perdura. ¿Qué leía? Los cuentos de Andersen, por identificación con El patito feo, pero también Alexandre Dumas, por el movimiento de las espadas, los caballos y los corazones. Y Selma Lagerlöf, el magnífico La saga de Gösta Berling, aquel pastor borracho y espléndido, expulsado por su obispo, del que fui el infatigable compañero de aventuras con los demás jinetes de Ekeby; y Guerra y paz, que me regaló Bernard creo que cuando hice los trece, la historia de amor entre Natasha y el príncipe Andréi en la primera lectura -lo que reducía la novela a un centenar de páginas-, la epopeya napoleónica a los catorce, en una segunda lectura: Austerlitz, Borodino, el incendio de Moscú, la retirada de Rusia (yo había dibujado un inmenso fresco de la batala de Austerlitz, donde se despanzurraban los pequeños monigotes de mi escritura clandestina), doscientas o trescientas páginas más. Nueva lectura a los quince años, por la amistad de Pedro Bezukhov (otro patito feo, pero que comprendía más cosas de las que creía), y la totalidad de la novela al fin, en último curso, por Rusia, por el personaje de Kutuzov, por Clausewitz, por la reforma agraria, por Tolstói. Estaba también Dickens, evidentemente -Oliver Twist me necesitaba-, Emily Brontë, cuya moral me pedía socorro, Stevenson, Jack London, Oscar Wilde y las primeras lecturas de Dostoievski, El jugador, claro (con Dostoievski, vete a saber por qué, se empieza siempre por El jugador). Así iban mis lecturas, al albur de lo que encontraga en la biblioteca familiar, y Tintín, naturalmente, y Spirou y las Signes de piste o los Bob Morane que por aquel entonces hacían estragos. La primera cualidad de las novelas que llevaba al colegio era que no estaban en el programa. Nadie me preguntaba. Ninguna mirada leía aquellas líneas por encima de mi hombro. Mis autores y yo permanecíamos solos. Al leerlos yo ignoraba que estaba cultivándome, que aquellos libros despertaban en mí un apetito que iba a sobrevivir incluso a su olvido.
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