
A medida que Sabio le iba poniendo a Jano al corriente del contenido de las estanterías de la Biblioteca, en la mente de éste se iba abriendo un mundo nuevo –el de la pasión por los libros-, que luego tantas veces se preguntaría de dónde pudo provenir. Porque, ya mucho antes de aquella visita a la biblioteca, había sentido una pasión desmesurada por la letra impresa. […]
Jano se recordaba a edad muy temprana, en la cama, teniendo en sus manos un libro de cuentos que su padre le había traído de regreso de un viaje. Él estaba enfermo en la cama, pero sentía un placer infinito pasando las páginas y viendo las ilustraciones de aquella versión infantil de “Las mil y una noches” de la colección Mis Primeros Cuentos. Era un placer casi físico, que iba incluso más allá de la lectura vacilante. Entrando con sus ojos en las páginas, era su cuerpo todo el que pasaba a ellas y vivía, de manera realísima, cuanto en el texto se narraba.
El libro era como un bebedizo que tenía aroma y sabor, que embriagaba incluso al tacto. Era una sensación hondísima e inexplicable, anterior a la experiencia formativa y, desde luego, a aquella primera visita a la Biblioteca. Sí, el libro también era como un trozo de aquel más allá que le turbaba con frecuencia, un precioso fragmento de otros mundos que, como un milagro, llegaba a sus manos.
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